Limitando a Dios
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Necesitaba desesperadamente a Dios. Pero no sabía cómo llegar a Él.
Había crecido en una iglesia legalista y sectaria. Creíamos que éramos los únicos que teníamos la verdad. Creíamos que el resto del así llamado “mundo cristiano” estaba terriblemente engañado. Los condenábamos al infierno y creíamos que se lo merecían porque, después de todo, ¡no estaban de acuerdo con nosotros!
Creíamos que la Biblia era la Palabra de Dios, pero no creíamos en el Dios que estaba revelado en la Biblia. Nuestro Dios era el Dios de la Nostalgia. Él era el “Gran Anciano en el Cielo”. Él era un Dios que una vez realizó hechos poderosos en los tiempos del Antiguo y Nuevo Testamentos — pero que se quedó sin gasolina al final del Siglo I —. Él ya se había jubilado. La era de los milagros había cesado.
Poniendo a Dios en una Caja
Si quería experimentar a Dios, tenía que ir a ver una película como Los Diez Mandamientos, en Technicolor y Panavision, con un elenco de miles. Me sentaría ahí en asombro, mientras presenciaba a Cecil B. DeMille recrear los milagros de Dios dividiendo el Mar Rojo, guiando a los hijos de Israel con una nube y alimentándolos con maná. Conduciría a casa con escalofríos, anhelando un Dios así hoy — un Dios de poder que estaba preocupado por mí y mis problemas —.
Pero no creía en tal Dios. Mi Dios era un Dios impersonal que tenía cosas más importantes de qué preocuparse que de mis problemas. Además, incluso si estuviera preocupado, Él no podría hacer nada, porque ya no intervenía en los asuntos humanos — excepto, por supuesto, ¡molestarme para que predicara! —.
Mi iglesia había rechazado más que el poder de Dios. Habíamos dejado de lado todo el ámbito de lo sobrenatural. No creíamos en demonios o ángeles. ¡Ellos también se habían retirado al final del Primer Siglo!
No sabíamos nada acerca de la guerra espiritual. Pensábamos que nuestra lucha era con carne y sangre. No sabíamos nada acerca del poder de la Palabra, el poder de la oración o el poder del nombre de Jesús.
Toda nuestra fe era en tiempo pasado — dirigida a la Cruz —. Nuestra fe no se relacionaba con el presente o el futuro. Con respecto al presente, nuestra actitud era que Dios nos había dado un libro de reglas y la mente. Teníamos que seguir las reglas y usar nuestras mentes para lidiar racionalmente con los problemas de la vida.
Nuestra fe no se relacionaba con el futuro debido a que ignorábamos la Palabra Profética de Dios. También, estábamos atrapados en una salvación por obras y, por lo tanto, estábamos todos inseguros acerca de nuestro destino eterno. El futuro era desconocido. Tratábamos de no pensar en ello.
Viviendo en un Vacío Espiritual
Nuestra fe estaba realmente en nuestra iglesia. Confiábamos en la iglesia porque se nos dijo que nuestra iglesia tenía la razón en todo. Nos enorgullecíamos de nuestra iglesia. Nos alegrábamos en derribar otras iglesias.
Éramos polemistas. Nos gustaba demostrar que las otras personas estaban equivocadas. A los 15 años, tenía páginas en la parte de atrás de mi Biblia, que estaban designadas para cada grupo denominacional importante. Teníamos un celo de demostrar que teníamos la razón en todo.
Esto era antes de los días de la radio y la televisión cristianos, y de las librerías cristianas. Nuestros ministros podían mantenernos aislados del resto del mundo. Hablábamos sólo entre nosotros mismos.
Clasificando al Espíritu Santo
Otro aspecto de nuestro rechazo de lo sobrenatural era nuestro tratamiento del Espíritu Santo. Principalmente ignorábamos al Espíritu. Nuestros predicadores sentían que cualquier énfasis en el Espíritu conduciría a un “peligroso emocionalismo”. El Espíritu Santo era el gran tema tabú de nuestra comunidad.
Esto me causó algunos problemas serios cuando era niño. La única versión de la Biblia que usábamos era la King James. Ésta usaba el término “Holy Ghost” (que traducido al español sería Fantasma Santo). Esto era confuso para mí. Sentía como si el Fantasma Santo se suponía que era algo bueno, pero todos los fantasmas de los que había oído hablar, habían sido malos. Yo iba a los campamentos de los Boy Scouts, y nos sentábamos alrededor de la fogata en la noche y contaríamos historias de fantasmas. Éramos buenos en eso porque, ¡todos acabaríamos durmiendo en la misma tienda!
Me preguntaba cómo un fantasma podía ser bueno. Un sábado por la mañana, cuando tenía unos 12 años encontré la respuesta. Me subí a un autobús en Waco, Texas, donde crecí y me fui al centro al Teatro Strand, donde pagué nueve centavos para ver una doble matiné de vaqueros. Entre las películas metieron una serie y una caricatura.
Mientras miraba la caricatura esa mañana, mi teología del Espíritu (Fantasma) Santo se cristalizó repentinamente. La caricatura era, “Gasparín, el Fantasma Amistoso”. Se me ocurrió que el (Espíritu) Fantasma Santo era como Gasparín — siempre ahí para ayudarte, para levantarte, para sacudirte el polvo, para animarte, y para ayudarte a ganar tus batallas —.
Nunca tuve más problemas con el Espíritu (Fantasma) Santo hasta que tuve 16 años. A esa edad, todos los chicos de mi iglesia pasaban por un rito de iniciación llamado “Clase de Capacitación Bíblica para Jóvenes”. Se nos enseñaba cómo orar, enseñar, servir la comunión y demostrar que un metodista iba al infierno.
Causé un gran revuelo la noche que estudiamos al Espíritu Santo. El maestro comenzó preguntando, “¿Quién puede identificar al Espíritu Santo?”.
Aproveché la oportunidad. “El Espíritu Santo”, espeté, “¡es como Gasparín, el Fantasma Amistoso!”.
Casi recibí el pie izquierdo del compañerismo esa noche. El maestro me puso a mecate corto. Me dijo en términos inequívocos que Gasparín no tenía nada que ver con el Espíritu Santo. “El Espíritu Santo”, explicó, “es la Biblia”.
Así es. Se nos enseñaba que el Espíritu Santo es un objeto inanimado — un libro —. Si queríamos obtener el Espíritu, tendríamos que memorizar el libro. Cuanto más versos nos comprometiéramos a memorizar, cuanto más del Espíritu recibiríamos.
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